El 31 de enero de 2006, el PP inicia la campaña de recogida de firmas para exigir al por entonces gobierno socialista un referéndum contra el Estatuto de Cataluña. Lo hizo en Cádiz, mi ciudad. Aquí, en la periferia del extrarradio, más cerca del norte de África que del Reino de Madrid, los líderes del partido se pasearon por unas calles que históricamente nunca han despertado el interés de las grandes poderes del Estado.
La elección no fue casualidad. La provincia de Cádiz es uno de los territorios más empobrecidos del país, así que los estrategas de la calle Génova debieron pensar ?y acertaron? que este sería el caldo de cultivo idóneo para esparcir la propaganda de ricos contra pobres. El PP hizo cálculos electorales y el resultado fue que inmolarse políticamente en Cataluña le salía rentable para el objetivo final de alcanzar La Moncloa.
Centenares de personas se dieron cita en la Plaza de San Juan de Dios, sede del Ayuntamiento gaditano, prestos a dejarse embaucar por el discurso de los avariciosos catalanes que querían robarles las pocas migajas que aún tenían en el bolsillo. Melodías de seducción para unos oídos sacudidos por el paro y la miseria en una provincia donde la crisis económica es un estado permanente.
El llamamiento fue un éxito. Unos meses después, Mariano Rajoy se fotografió en las puertas del Congreso con más de cuatro millones de rúbricas, recolectadas por todos los rincones del país, que clamaban contra la reforma de un estatuto del que la mayoría de los firmantes ni siquiera había leído el preámbulo.
La estrategia del enemigo común es una de los artimañas más viejas de la política. Consiste en fabricar un adversario en torno al cual unir a la masa, para una vez conseguido autoproclamarse como el único remedio para combatirlo; algo así como inocular una enfermedad mientras fabricas la vacuna. "El enemigo común une", dijo Goebbels. |